
¡Fantástico!, casi tres meses se planteaban delante de mí llenos de diversión y descanso. Adiós al madrugar, los profesores particulares, hacer los deberes y hola al poder jugar horas y horas, sin necesidad de preocuparme por tener que acostarme cuando terminara el tiempo en la tele. Por fortuna, mi madre no trabajaba ya por esas fechas y mi padre, maestro de profesión, compartiría con nosotros la mayor parte del tiempo. Miles de viajes a la playa, la piscina y algún que otro viaje fuera de nuestra comunidad, sería una forma estupenda de escapar de la rutina diaria.
Aquel camino hacía el colegio, se hacía cada día más y más pesado, el sol daba fuerte y aquel fantástico bañador, gritaba con desaliento desde el interior de mi armario, para convertirse en mi ropa de diario. ¡Las notas! - me levantaba todos los años ese último día de junio. Sabía que estaba todo aprobado, me había esforzado mucho aquel año y estas, no bajaban de una media aceptable.
Por desgracia, todo tiene un fin y aquel fantástico verano de todos los años, no dejaba de ser saboreado más de una tarde y poco, para convertirse en una estación de odio y temores.
Bien, había terminado ya un curso escolar, papá iría algunas mañanas más al colegio, pero yo, exenta de todo deber laboral, podía dormir y retozar en las sábanas hasta tarde. ¡Y una mierda! Si bien eso no dejaba de ser un sueño, se quedó poco más que en un simple aliento de esperanza. ¡Todos los malditos años lo mismo! ¡¿Pero no había trabajado ya bastante durante todo el año?!

Ante mí, encima de mi escritorio, se presentaba aquel maldito cuaderno de repaso. O bien me lo compraban mis padres, o mi tía, otra de las tantas maestras de la familia. Podían haberme dado el dinero parar comprarme un flotador, ¡total! Iba a ser igual de inútil que ese montón de páginas decoradas.
Sin embargo, tenía que tragarme mis comentarios y cogerlo, guardarlo en la cajonera y sacarlo religiosamente todos los días, hasta que lo acabara. Si eso se pensaban, ¡iban listos! Y no sabéis cuanto.
Todas las mañanas, la misma tortura, ¡el cuadernillo de los cojones!
- ¡Vale! - (de todas formas no tenía ganas de salir a la calle, pensaba para mis adentros.)
- ¡Todavía no has empezado! – decía mi madre al verme jugando en el cuarto -. ¡Venga mujer! Que nos están esperando en la playa.
- ¡Hazlo tú! ¡¿A ver si eres tan lista?! – le respondía mientras me colocaba delante aquella pesadilla.

Al final accedía, pero jamás terminé uno de esos demonios de papel. Hacía unas cuantas páginas, después se la enseñaba a mi madre, ella confirmaba que me había puesto ha hacer la tarea y… ¡listo! Nos íbamos a disfrutar el día.
No más de un tema, eso era lo que tenían todos mis cuadernillos hechos, por supuesto me pillaron, mi padre antes de fraile fue monaguillo, ¡era inevitable! Pero fue ya en el último año que las hice, el resto salí impune de todo. Jamás encontraron los cuerpos del delito, ya me había desecho de ellos, más concretamente, al acabar el verano. No me gusta dejar pruebas.
Y es que las vacaciones son para descansar no para hacer deberes y más deberes. Después de todo, nunca se habrían salido con la suya. El primer año colé como una tonta, al siguiente me espabilé y, los posteriores, perfeccioné la técnica.
- Si no haces una página te quedas sin piscina – (sobre todo eso, sin piscina. ¡A ver si eres capaz de sacarme del agua cuando entre!)
Lo peor de todo ello, era que te lo vendían por la tele como si fuera diversión y alegría. Niños con risas, haciendo de todo menos escribir en aquellos cuaderno interminables (y mira que eran finos.) ¿A quién querían venderle la burra? A los padres, que son los que decidían lo que era mejor para nuestra educación, aunque creo que ellos tampoco pensaban nada a cerca de lo que era el descanso y el reposo.

¡Malditos cuadernos! ¿A cuántos niños les amargaron las vacaciones? A unos pocos, puedo deciros ya que yo no era la única de la familia que los tenía. Todos los primos poseíamos uno, un pequeño tesoro, lleno de ejercicios, del cual queríamos desprendernos, como si de un objeto maldito se tratara, pero ellos eran más obedientes que yo. Hacían lo que les mandaban, a regañadientes, pero terminaban el librito.
- Mi niña ya lo ha hecho antes de salir (¡iluso! Me has visto hacer como la que escribo, no los ejercicios resueltos)
De mal carácter, y dispuesta a que nada me entorpeciera las vacaciones, sólo accedía a realizar las hojas hasta que mi padre estuviera definitivamente libre de sus obligaciones escolares, el tiempo suficiente para hacer las cuatro o cinco primeras hojas, después le podían ir dando. Y así era.