Señora
entrañable donde las haya, de mirada furiosa y penetrante, recuerda con
nostalgia aquella juventud donde su coche tenía sólo dos ruedas y el tubo de
escape echaba fuero cada vez que aceleraba.
Añoraba
aquellos tiempos donde su único dueño era el asfalto, que marcaba la senda del
camino, y el reloj, que le indicaba sus horas de descanso, era el sol cuando se
escondía por el horizonte de la carretera.
¡Ahhh!
¡Aquellos maravillosos años! Cuando todo era mucho más fácil, pero todo el
mundo cambia y un día, se enamoró de aquel motero tan guapo de pelos largos y
tatuajes en los brazos. Nunca olvidará aquel día cuando, sus piercing se
iluminaron bajo el sol del atardecer al devolverle la sonrisa que le dedicó,
tras romper una botella de cerveza medio vacía contra el suelo, eso sólo lo
hacían los hombres de verdad.
De
aquel amor nacieron dos rebeldes, un niño y una niña, que se convirtieron en la
pesadilla de sus padres. Ellos habían cambiado la bisutería de calaveras y
pinchos, por cuentas y collares de perlas, las camisetas de mangas cortadas y
los chalecos de parches por jerséis al hombro, pantalones de pinza y polos con
caros bordados. ¡Eran la deshonra de sus padres! Pero los querían y vivieron
con ello.
El
tiempo fue pasando y aquellos dulces niños, que escuchaban la música de las
listas comerciales, se hicieron mayores y trajeron a su propia prole, así fue
como se convirtió en yaya. De la noche a la mañana había pasado de motera sin
causa a abuela entrañable.
Un día
la yaya ya no pudo más y cogió su coche
junto con su compañera de antaño, aquella que le había ayudado tantas veces en
la carretera. Sin pensarlo dos veces, tomaron sus zapatos bajos, los pañuelos
de algodón y entraron en su coche casi nuevo para tomar la senda de sus destinos
de asfalto y no volver jamás.
Estaba
harta de niños pijos, de que le dijeran que la calceta era mejor que una caja
de herramientas, que la vida que tenía sólo le había traído problemas, de que
sus hijos le dijeran cómo debía comportarse si quería ver a sus nietos, ya que
la consideraban una mala influencia para ellos, y todo porque unas navidades
les compró pantalones de cuero a todos ellos.
Agarró
el volante entre sus manos, subió el volumen de la radio y pisó el acelerador a
fondo, dejando que el aire entrara por las ventanillas del coche. Un grito de
esperanza comenzó a correr por sus venas, mientras se dirigía a despedirse de sus
seres queridos para siempre. Sin embargo, algo cambió su destino cuando llegaba
a un cruce de cuatro caminos, desde el carril interno, atravesó su coche como
un toro para dirigirse al sentido opuesto de su marcha, donde el resto de
vehículos la miran fijamente y esperan a que el semáforo de la señal.
Miles
de personas le increpan con sus pitidos, pero ella solo puede esputar malas
palabras de su boca y evita mirar la escena de desconcierto que había
provocado. Tras internarse en el sentido opuesto entra en la acera que sirve de
isla y descanso para los viandantes, no sin hacer que varios coches
retrocedieran se su puesto para dejarla pasar de mala gana.
-
¡Señora! – dice desde la ventanilla de suche, aún en marcha, a un
peatón que pensaba que estaría a salvo de las bestias de metal en aquel
descanso -. ¿Sabe decirme por dónde se sale de la ciudad? – continúa la yaya
ante la mirada atónita de la señora.
Después
de cinco largos minutos de explicaciones y mandar a su amiga a comprar
provisiones al estanco de enfrente, vuelve a incorporarse al tráfico de la
ciudad atravesando la acera y saltándose el semáforo. Al cambiar este, vuelve a
realizar un cambio de sentido con el pie hundido en el acelerador del coche.
Y así
fue señores como la yaya, pasó a ser la killer yaya. Tened cuidado si os la cruzáis
en vuestro camino, no parará al veros. Es fácil identificarla, lleva a la
muerte derrotada en el capó de su coche, antes de un bonito color gris y ahora
manchado con la sangre de todos aquellos que intentaron detenerla.
PD:
Este relato está basado en hechos reales acontecidos recientemente delante de
mis ojos.
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